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Inmigración

Rodrigo Blanco Calderón: “Mi condición de extranjero es la condición constante de mi vida ahora”

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Rodrigo Blanco Calderón Foto WMagazin

Por Isaac González Mendoza

El mismo día en que Rafael Cadenas recibió el Premio Cervantes, el 24 de abril, se conoció otra buena noticia para la literatura venezolana. Rodrigo Blanco Calderón, afincado en Málaga desde 2018, ganó el prestigioso Premio O. Henry por su cuento “Los locos de París”, incluido en su libro Los terneros.

Publicado en inglés en la revista Southwest Review con el título “The Mad People of Paris”, el cuento narra la historia en primera persona de un extranjero en la capital francesa que, en medio de su soledad, se convierte en un atento observador de la locura en la ciudad, justo después de los atentados del 13 de noviembre de 2015.

El cuento, no obstante, no se centra en los actos terroristas, sino en la obsesión del personaje principal por el comportamiento de los parisinos, a tal punto de que él mismo se va mimetizando en la ciudad.

La escritora Lauren Groff, tres veces finalista del National Book Award, fue la encargada este año de seleccionar los 20 cuentos ganadores del Premio O. Henry, que serán publicados en septiembre por la editorial Anchor de Estados Unidos.

“Es una gran alegría para mí porque el Premio O. Henry es uno de los premios con más tradición y prestigio de Estados Unidos. Digamos que ese es un circuito muy difícil para entrar. Que eso haya pasado con un cuento mío me emociona mucho”, expresó Blanco Calderón, ganador en 2019 del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por The Night.

El escritor, que publicó su segunda novela, Simpatía, en 2021, suele trabajar con varios proyectos de manera simultánea, sea novela, cuento o ensayo: “Me suelo tardar con los libros porque yo puedo estar una semana en una novela y de repente me entusiasmo la siguiente semana con un cuento. Espero este año cerrar algún manuscrito”.

—En “Los locos de París” aborda el tema de la locura, pero también la soledad, la violencia, la migración y el terrorismo.

—Ese relato surgió en parte de mi estadía de tres años en París. Yo estaba con mi esposa cerca de la Iglesia de Saint-Sulpice y ella vio a alguien confesándose. Yo pensé, bueno, de repente esa es una buena idea para practicar francés, porque en realidad hablar con los franceses en la calle es muy difícil. Entonces el cuento creo que capta parte del extrañamiento y la soledad que nosotros sentíamos cuando estábamos en París. Es una sociedad muy distinta a la sociedad de la que uno viene. A veces en mis historias yo parto de un hilito de realidad que termina por convertirse en algo mucho más disparatado. En el cuento la gran fuente de inspiración fue el Metro de París, que tomaba todos los días. Ahí se ven cosas muy fuertes a veces, cosas de decadencia muy impresionantes. El Metro de París es como el negativo de la ciudad. La ciudad por fuera es espectacular y el metro es un desastre, es viejo, huele mal. Nosotros llegamos a París 10 días después de la masacre del Bataclan, así que el ambiente del terrorismo y el impacto de esa masacre fue lo que nos recibió. Eso me impactó mucho.

 

—¿Lo escribió cuando vivía en Francia?

—Sí.

—En un momento del cuento, el personaje principal, sintiéndose solo, apenas puede compartir en inglés con una pareja de coreanos, una holandesa y dos africanos. Una marca del migrante es justamente esa, el aislamiento, la soledad, la melancolía, que quizás usted también ha vivido.

—Sí, sí. En ese cuento recuerdo mis sensaciones en París. Eso que pongo del Metro de París, de que a veces daban ganas de pegar un grito, yo a veces lo pensaba. Fíjate que en la universidad había gente de muchas otras partes, Argelia, China, y se formaba una especie de complicidad entre los extranjeros.

 

—Una característica del cuento es cómo se va empujando al personaje a formar parte de esa locura que ve en París. Primero siente asco y fascinación al ver a alguien hurgándose la nariz, y luego él termina por hacer lo propio para evitar que alguien se le siente al lado.

—Digamos que capta un interés que creo he trabajado en prácticamente toda mi ficción: la locura, la atracción por la locura, la fascinación por la locura, la decadencia. Creo que hay un periplo en esa historia que parte del asco a la fascinación y la integración de mi personaje en la locura de París. Pienso que en aquello que uno rechaza visceralmente se expresa parte también de nuestro ser. No rechazamos algo que está totalmente fuera de nosotros. Rechazamos algo que también está en nosotros, pero que negamos. El cuento trabaja también esa línea.

—En Los terneros vemos personajes que van de taxistas a escritores en ciernes, pero que además se mueven en diferentes ciudades de Europa y América Latina. Al escribir, ¿qué sensación hay cuando menciona lugares específicos de Caracas como la avenida Francisco de Miranda? ¿Es distinto teclear algo de Caracas a teclear algo, por ejemplo, de una ciudad como Biarritz?

—La mitad de ese libro la escribí en Caracas, probablemente en mi último año allá, y lo completé ya en París, lo que significaba también moverse por Europa. Me tocó ir a Biarritz, me tocó viajar a México, así que esa especie de itinerancia está reflejada en los cuentos. Creo que cuando vivía en Venezuela y me tocaba viajar al extranjero, yo sí tenía esa sensación de estar entrando en un territorio nuevo, sentía que había algo especial. Algo distinto. Pero desde que estoy viviendo fuera de mi país, con lo cual mi condición de extranjero es la condición constante de mi vida ahora, siento que ese roce se ha perdido. Siento que puedo ir a cualquier lugar y esa sensación de cosa nueva ya se perdió. A veces esa sensación de cosa nueva me la da, en cambio, Caracas. Estuve allá en febrero luego de seis años y fue una emoción muy fuerte, también bonita, por esa sensación de extrañeza con lo propio.

 

—Hay libros como la antología Escribir afuera en la que uno encuentra cuentos que ocurren en diferentes países. Creo que hay una suerte de desdibujamiento de muchas cuestiones que tienen que ver con Venezuela o que funcionan como recuerdos o memoria. Pareciera que la literatura venezolana está viajando a otros países. La del siglo XX es quizás más localista. ¿Tiene una opinión sobre esto?

—La literatura siempre va a reflejar el presente de los escritores y los lectores. Cuando tienes una emigración de más de 7 millones de personas, que se ha dado además en un período tan corto, es inevitable que esa dispersión se refleje en la literatura. Siento que, por un lado, es una herida; esa migración es una herida para el país y los que nos fuimos, pero también es una ganancia porque ahora prácticamente adonde uno va aparece algún venezolano en el lugar menos pensado. Es como un pedacito del país con el que uno se encuentra. Es algo que ya veo que los escritores, para hablar de literatura nada más, hemos asimilado. Por ejemplo, una de las cosas que más me ha impactado es reencontrarme con amigos que tenía tiempo sin ver y darme cuenta de que ahora hablan mexicano, chileno, o un poco gringo, español. Se han integrado a sus respectivos países. Esa marca del acento impacta mucho. A veces quizás no se entiende que esas cosas pasen. Pero es la realidad también de los que nos fuimos.

—Quiero aprovechar para preguntarle por su más reciente novela, Simpatía: el proceso de escritura y sobre su pasión por los perros. Creo que en este libro los perros funcionan como una suerte de representación de la simpatía, en un momento en el que la simpatía quizás se ha perdido.

Simpatía también la escribí en París. Escribí el primer borrador en el verano de 2018. En tres meses. Fue como una especie de arrebato de escritura que captó una sintonía de situaciones. Por un lado, el abandono de perros en Venezuela, específicamente en Caracas. Me llegaban ese tipo de noticias constantemente. Y por otro lado, esa misma situación de soledad que vivimos mi esposa y yo en París, y que logramos curar un poco cuando nos pusimos a cuidar perros de otras personas. Una especie de trabajo extra. Esa coincidencia de ser cuidadores de los perros de los parisinos y ver el nivel de abandono de los perros en Venezuela fue como el disparador para esa novela, que también me sirvió para ponerme en el lugar del otro. El lugar del otro en este caso no es el de alguien que se fue, sino que se quedó en Venezuela y cómo pudo vivir un momento particular de la crisis y ver cómo ya los efectos de una dictadura terminan calando en la sociedad. La sociedad, en líneas generales, empieza a ser cruel también. No solo una víctima del poder, sino que empieza también a ejercer formas de poder y crueldad, en este caso con los seres más indefensos que hay, que son los animales.

 

—Miguel Ardiles vuelve a aparecer en Simpatía. Tiene una fascinación por este personaje, ¿no?

—Ese es un personaje que aparece en todas las cosas que he escrito. Cada vez que aparece es como una sorpresa para mí. Es como una especie de juego que me permito en la escritura. En Simpatía me gustó que reapareciera pero, esta vez, es Miguel Ardiles también corrompido y envilecido. Es una forma de establecer un hilo de continuidad con lo que escribo. Yo podría escribir una novela cronológicamente posterior a Simpatía y me gusta la idea de que aparezca Miguel Ardiles pero joven. No es un personaje que me interese construir con demasiada coherencia. Es más un guiño con los lectores que ya conocen mi trabajo.

—Quiero preguntarle por su aprecio por el cine. En Simpatía los perros protagonistas se llaman Michael, Fredo y Sonny, y el personaje principal es fanático de El Padrino.

—Es un efecto de la novela. Varias personas que han leído Simpatía creen que soy un cinéfilo o que sé mucho de cine. La verdad es que lo único que sé de cine lo puse allí para darle verosimilitud a mi personaje. En realidad soy un poco flojo para ver películas y series, pero cuando me entusiasmo con alguna película o un director me vuelvo obsesivo. Ese ha sido el caso de El Padrino: para mí las tres partes son la obra maestra del cine, es una película que veo todos los años. Para mí es inagotable.

 

—Estéticamente Simpatía es muy distinta a The NightThe Night es una novela desestructurada y Simpatía, en cambio, mucho más lineal.

—En Simpatía, como el proceso de escritura fue tan intenso, tuve claro desde el principio que iba a ser una novela, desde el punto de vista de la estructura, mucho más convencional. A pesar de eso, la primera versión tenía juegos parecidos a los de The Night que en una corrección reduje. Quería asumir el reto de contar una historia de principio a fin en la medida de lo posible.

—Ha dejado de opinar con la vehemencia de antes en Twitter, en cambio lo leemos en su columna en ABC y en sus reseñas en Instagram. ¿Cómo se relaciona hoy día con las redes?

—Las redes sociales para mí son, en general, una maldición y un peligro que, como a muchas personas, me ha tocado aprender a utilizar. En los últimos años he estado leyendo muchos artículos y libros sobre cómo las redes sociales están construidas para generar enganche y que uno se vuelva adicto a ellas, y cómo la forma de generar ese enganche es a través del conflicto. Cuando leí esas cosas y me di cuenta de que mi comportamiento en las redes estaba siguiendo esa programación casi que de Pávlov, y cuando veía que no me gustaba cómo era yo en las redes sociales, algo me abrió los ojos. Y dije bueno si lamentablemente tengo que estar en redes sociales, voy a tratar de que sea lo más sano para mí. Me permito no estar tan enganchado. Aparte entendí que si tengo la oportunidad de cobrar por mis opiniones, lo voy a hacer. En lugar de estar opinando o peleando en Twitter, si puedo hacer un artículo y me van a pagar, para mí eso tiene más valor y beneficio, y siento que quizás estoy aportando algo en medio de ese ruido. Pero es una decisión muy personal. Hay gente que no ve así las redes sociales. Para mí son un mal necesario.

 

—¿Cómo fue su visita a Venezuela?

—Tenía seis años sin ir. Fui básicamente a estar con mi familia, me vi con unos cuantos amigos. Salí poco. Di una que otra vuelta por la ciudad. No fui en plan del venezolano que regresa a Caracas y hace una crónica de lo que vio. Vi muy deteriorada la ciudad. Ya con varios signos de estar como atrapada en el tiempo. Las fachadas de los edificios y los carros la mayoría están bastante viejitos y golpeaditos. Y esos signos de vejez, por decirlo así, contrastados con los mega carros y mega edificios que el dinero mal habido que está circulando también por Venezuela ha construido. Fue muy impactante ver ese contraste que de alguna u otra forma siempre ha existido en Caracas, pero esta vez me pareció más grotesco. Esa es mi impresión de la ciudad en cuanto a su parte física. En cuanto a la parte humana me sentí contento de ver a mis amigos y mi familia, que están haciendo sus vidas y su trabajo lo mejor que pueden. Esa es una vitalidad que a uno a veces le hace falta.

elnacional.com

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Emprendimiento

Josepan, la panadería de los amasijos colombianos en Madrid

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Por Juanita Samper Ospina

Desde su primeros pasos en España hasta conducir un BMW 320. Entre esos dos momentos, José Humberto Rodríguez, fundador de Josepan, tiene mucho qué contar.

Imagínense a José Humberto Rodríguez en Pozuelo de Alarcón, un barrio de Madrid, vestido con una camiseta sin mangas y pantalón corto, dispuesto a llevar a cabo alguno de los trabajos que le encomienda el español Félix Meneses: arreglar el jardín, limpiar una parte de la casa, botar algo. Acude a la cita que le ha puesto en una cafetería al lado de un banco. Rodríguez es un inmigrante colombiano sin papeles, pero con ganas de salir adelante. Como sea: vende comida y ropa imitación de marcas conocidas y cualquier ayuda económica extra le cae de perlas

Ahora imagínense a José Humberto Rodríguez en el mismo lugar, pero casi treinta años después. Está en Pozuelo de Alarcón, al lado del banco. Esta vez llega en su BMW 320 turbo diésel y viste un traje de Hugo Boss. Y, en lugar de buscar un trabajo, se pone a llorar. Recuerda sus primeros pasos en España y piensa en lo que ha recorrido.


Entre las dos escenas hay de todo: una detención, ventas clandestinas, un grupo de prostitutas, mucho esfuerzo y 32 panes que terminaron representando una milagrosa reproducción repartida en nueve locales en la capital española. Es la historia de superación de un hombre al que se conoce como ‘Josepan’ y se ha convertido en un referente, algo así como un embajador, de Colombia en España.

Un club diferente

Su madre fue la primera en llegar a España. En Colombia trabajaba como enfermera y en España como empleada del servicio de una familia. No dudó en ayudarle luego a José Humberto a que viajara. Y él, una vez puso pie en Europa, se dedicó a buscar trabajo. Nadie, sin embargo, lo contrataba porque no tenía papeles. Así que convenció a unos chinos de un taller de confecciones que quedaba en su barrio para que lo dejaran vender algunas de sus prendas.Y fue al Parque del Retiro con su carga porque sabía que por allí pasaban muchos colombianos. No estaba equivocado. En pocas semanas multiplicó sus ventas. Una de sus clientas era una joven que había comprado una piyama, muy admirada por sus amigas. Le comentó que ellas querían adquirir varias y le pidió que fuera a llevárselas al club.

Imaginen ahora a José Humberto andando por una carretera española, cargado con ropa y rezando para que las autoridades no lo detuviera por caminar donde no hay andenes. Busca un club. Mira a su alrededor a ver si detecta un campo de golf, un parque infantil, una piscina. Finalmente encuentra algo muy distinto: lo que en España se llama un club de alterne: un prostíbulo de carretera.

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Lo esperaban su clienta y sus amigas. No solo le compraron ropa. Ellas vivían allí y él se dio cuenta de que extrañaban la comida colombiana. Y no solo pasaron a comprarle comida. También se dio cuenta de que necesitaban movilizarse, pues por la legislación española las obligaba a cambiar de local cada cierto tiempo, así que pasó a ser su Uber particular: una de ellas le ayudó a través de un amigo para que le fiaran un carro viejo, y Rodríguez se convirtió en el conductor de estas chicas colombianas.

Su verdadero patrón tiene nombre colombiano: el rebusque. Entre venta de ropas, de productos en tiendas latinas, de comidas —los añorados pandebonos y pandeyucas colombianos— y traslados fue ahorrando y conociendo gente. Entra ellos, Félix Meneses, aquel que le puso la cita al lado del banco, cuando pensaba que iba a conseguir platica por un trabajo.

Imaginen la cara de José Humberto cuando el español le explica que van a abrir una cuenta de ahorros. E imaginen la del funcionario cuando se entera de que no tiene papeles. Se sobrepuso y sencillamente acomodó unos números y una letra para que el sistema no lo rechazara.

Con el rebusque, Rodríguez logró reunir lo suficiente para traer a sus hijos. Un día se enfermó uno de ellos y tuvo que llevarlo al centro médico. Allí, cuando rellenaban la información requerida, le preguntaron su oficio. No podía decir que era vendedor ambulante, así que contestó: “panadero” (al fin y al cabo, también vendía amasijos colombianos).

Pasados unos días, la Cruz Roja Internacional lo llamó a decirle que había un puesto para él. Entró, entonces, a una panadería española, donde trabajaba por la noche. Por fuera ya tenía su clientela y sus compromisos, y no le iba mal. Así que de día se dedicaba a ellos. No paraba. Eran épocas de mucho esfuerzo y poco sueño.

Le contó a un compañero que en Colombia el pan se preparaba de otra manera. Lo sabía bien porque había traído en un papel la receta que había copiado, y era la que seguía. Él le pidió que le mostrara cómo se hacía en un día con poco movimiento. Y así lo hizo. Salieron 32 panes. José Humberto se los llevó a su casa porque en aquella panadería no vendían un producto diferente al español.

Historia de Josepan

Con su vena pereirana, José Humberto le ofreció los panes a la dueña de un local de productos latinos. Ella, reticente, aceptó unos pocos. Al rato lo llamó: “Trae más, Josepán, se están vendiendo como locos”. No solo le puso un mote espontáneo, sino el nombre que llevó su primera panadería.

Panes de Josepan Madrid/ Josepan

Pero para eso todavía falta. Porque José Humberto comenzó en su casa, aunque le faltaban herramientas para lograr la receta colombiana perfecta. Y apareció de nuevo el señor rebusque, en el cuerpo de un primo, uno más del combo que poco a poco había ido llegando. Este era escultor y halló una pieza de una encuadernadora de libros, que con un par de arreglos quedó convertida en rodillo de panadería. Y comenzó la reproducción de los panes. Primero usaron la cocina; después el salón. Cada vez vendían más para llevar a otros locales.

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De nuevo Félix Meneses le echó una mano y le dio un carro mejor con facilidades de pago para que pudiera hacer sus repartos. Se mudó a otro apartamento, donde puso en funcionamiento una especie de panadería clandestina.

Vio una oportunidad de oro cuando un español le prestó un local pequeño con la condición de que pusiera a la venta también su pan, el pan español que le proveía. “Se me llena y se me dispara eso”, recuerda Rodríguez. “Había carros en doble fila y se regó la voz entre los paisanos”.

La magia de los pandebonos, los pandeyucas, los buñuelos y el resto de amasijos se olía en las calles madrileñas. Para entonces ya contaba con la ayuda de un panadero colombiano profesional, que mejoró aún más el producto.

Pronto aquellos 30 metros le quedaron pequeños. Y encontró un local perfecto de 500. Le parecía difícil llenarlo con productos de panadería y se inventó el Centro Integrado de Servicios Josepán: locutorio, ropa colombiana, agencia de viajes, productos latinos. Era finales de los años noventa y comienzos de este siglo, cuando se presentó una inmigración masiva proveniente de nuestro país.

Se comenzaron a ver en ese entonces más locales latinos y algunos colombianos. José Humberto estaba precisamente en uno de arepas cuando vio la imagen más temida: llegaron las autoridades a hacer una redada. Y, sí, pasó aquello que lo aterraba: lo detuvieron durante varias horas.

Era el pavor de los colombianos porque sabían que los podían devolver. En efecto, le llegó una carta de expulsión, pero él se salvó en este caso. De nuevo Meneses le ayudó al darle un contrato de trabajo con el que podía desbaratar el motivo de la expulsión, que era la supuesta falta de medios.

Impulso

La carrera de Josepan siguió impulsada. Tanto que hoy tiene nueve panaderías y 250 empleados. Son templos de los colombianos: allí se va a matar la nostalgia con un caldo de costilla, se va a compartir con los españoles el buen café, se va a satisfacer el capricho de una arepa. Es un centro social también, donde se encuentran los amigos. Y es una maravillosa vitrina para Colombia, pues, como él dice, está dedicado a que mostrar que:

«tenemos mucho más para hablar de nuestro país que el típico chiste de Pablo Escobar»

Amasijos en Josepan/ cortesía Josepan

Por eso en sus paredes se ven fotos de personas que sacan la cara: Shakira, Falcao, Juanes, César Rincón, Fernando Botero. Por eso están decoradas con frases típicas: “Vecina, ¿y la ñapa?”, “Lo que no mata engorda”, “Está miando fuera del tiesto”. Por eso lo visitó Álvaro Uribe cuando era presidente. Escogió su local y dio una rueda de prensa a su lado. “Cuando se fue, no estaba seguro de que eso hubiera pasado; tuve que pellizcarme”, recuerda. Y por eso fue elegido el año pasado como uno de los diez colombianos destacados en España por nuestra embajada.

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Rodríguez estuvo unos años en Colombia y ahora ha vuelto a Madrid con su esposa Beatriz Rincón y los tres hijos que tienen (él suma dos más de un matrimonio anterior). Ella está a cargo de la nueva pastelería, cuya decoración tiene un aire parisino, donde se ofrecen dulces delicias colombianas.

José Humberto llegó hace treinta años por primera vez a España desde su Pereira natal, donde había sido desde seminarista hasta policía. Y no pierde ese ombligo umbilical que lo ata a nuestro país. Tampoco olvida sus raíces.

Imagínenlo al final de esta entrevista que tiene lugar en su panadería de la avenida Castellana, cerca del nuevo centro financiero de Madrid, mientras cuenta aquella vez que llegó en pantaloneta al banco y, sí, imaginan bien: vuelve a llorar.

eltiempo.com

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Arte y Cultura

Memoria, genética y arte se unen en la exposición de la venezolana Nela Ochoa

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Nela Ochoa en Tenerife Espacio de Artes/eldía.es

La muestra, titulada ‘Y’, se podrá visitar de forma gratuita en la sala insular hasta el 1 de septiembre

Por Almudena Cruz

¿Cómo afecta la genética a la memoria? ¿Cómo influyen nuestros cromosomas en el devenir de la sociedad y en la violencia? Son algunas de las preguntas que plantea la artista venezolana Nela Ochoa (Caracas, 1953) en TEA Tenerife Espacio de las Artes y que se establece en diálogo con la exposición permanente de Óscar Domínguez. El proyecto se titula Y, en referencia al cromosoma masculino, y ha sido comisariado por Nilo Palenzuela.

El horario de la visita, que puede realizarse de forma gratuita, se extenderá de martes a domingos y los días festivos entre las 10:00 y las 20:00 horas. Y está compuesta por varias piezas de la colección de TEA y una instalación creada ex profeso. Isidro Hernández, conservador jefe de TEA, explicó que justo a la entrada de la sala hay una pieza de Domínguez que sirve de «guiño» y conexión con la obra de Ochoa. Se trata de un revólver con alas «que es una de esas pinturas metamórficas de Domínguez donde un objeto es otro a la vez; el revólver es un pez y un pájaro y no solo a la violencia, sino también al azar».

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Muestra de la exposición de la artista venezolana

Detalles de la propuesta

«Y no es solo el cromosoma masculino, es una bifurcación de caminos y creo que vivimos en un momento así», explica la artista. En sus obras -muchas de ellas hechas a partir de tejidos, otras que son videocreaciones y otras que son diseños a partir de cromosomas- está muy presente el «aspecto femenino, la complicidad de las mujeres que cosen los uniformes militares. También hacen mucho hincapié en la violencia, yo vengo de un país muy violento aunque por fortuna ahora soy española y habito en un lugar donde no corro peligro por crear».

Trayectoria

Nela Ochoa participó de forma activa en los festivales de vídeo arte celebrados en Venezuela en la década de los años ochenta y sus investigaciones artísticas surgieron por su interés por la danza, por lo que desde sus inicios el cuerpo ha sido el centro de su experimentación. Tal y como apuntaron desde TEA, la creadora estuvo vinculada a la danza contemporánea en París y Caracas. La artista entiende que un eje invisible determina las secuencias del movimiento y que, en él, algunos trazos son invariantes que se reproducen sin fin. El conocimiento de las secuencias genéticas la llevó a experimentar sobre las relaciones entre la genética y el cuerpo.

Entre los proyectos expositivos de Nela Ochoa destaca la colectiva The Final Frontier (The New Museum, Nueva York, 1993). Ese mismo año realizó su primera exposición individual Alter Altare en la Sala RG, de Caracas, donde reunió pintura, escultura e instalaciones que giraban en torno al cuerpo humano. Desde 1999 su trabajo se ha volcado hacia la genética, y ha expuesto ADN 8ª, que itineró por varias salas en Venezuela

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Tenerife Espacio de las Artes expuso en el ciclo El cuarto oscuro una selección de sus vídeos realizados entre 1985 y 2006.

Desde entonces su obra se extendió a la genética de flora y fauna y ha expuesto en varios museos individualmente. En 1999 mostró Lejana, en el Museo Alejandro Otero de Caracas en 1999; en 2010 Genetic portraits, con un comisariado de Julia Herzberg en el Phillip and Patricia Frost Museum de Miami; y en 2018, en TEA A lo largo de su trayectoria ha participado además en numerosas colectivas, ente las que se encuentra Amazonia, curada por Berta Sichel (Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, 2021). En 2022 tuvo la exposición individual Trama, en la Galería Saro León de Gran Canaria. Su obra está en las colecciones de TEA, Frost Museum y Perez Art Museum, entre otras.

Con información de eldia.es

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Entretenimiento

«De la papa al ají»: cocineros que están triunfando en España

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Gastronomía hispanoamericana /Viktoria Slowikowska

En este episodio de «De la papa al ají» visitamos el restaurante Ayawaskha y hablamos con el chef ecuatoriano Miguel Ángel Méndez, quien nos habla del estudio culinario y creativo Ayawaskha que lleva a cabo, en el que combina una gastronomía de vanguardia con los productos de Ecuador y una experiencia que pone en valor la cocina tradicional pero con una visión actualizada. En esta pieza, prepara unas tortillas de maduro con camarón vannamei adobado en un cacao fino de aroma.

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En el ciclo audiovisual «De la papa al ají» hacemos un viaje por la gastronomía y los productos típicos de América. Se trata de una cocina de ida y vuelta que ha viajado de España a América y ha vuelto repleta de influencias. Visitamos a restaurantes y chefs de distintos países para conocer más sobre los alimentos típicos de esta gastronomía y para descubrir las historias de cocineros talentosos que están triunfando en España con sus propuestas.

Casa de América

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